La obra ganó el Premio Alfaguara de Novela de este año. (Foto: Alfaguara)

La obra ganó el Premio Alfaguara de Novela de este año. (Foto: Alfaguara)

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Por Javier Bedía Prado

Jorge Franco recuerda que en Medellín, a inicios de la década del 70, la gente se quejaba de que no pasaba nada. En El mundo de afuera (Alfaguara, 2014) se transporta a los últimos días de calma en la ciudad antes del estallido de la violencia del narcotráfico. “Lo paradójico fue que después pasó de todo”, observa el autor de Rosario Tijeras.

Isolda, una niña que apenas conoce los extramuros del anacrónico castillo que construyó su padre, Don Diego, este europeizado millonario y un joven de barrio fascinado por la belleza de la muchacha son los protagonistas. El secuestro del aristócrata, basado en un hecho real, traza un paralelo con el encierro de su hija. El amor y los espacios de cada personaje, colocados al límite de la obsesión, se estrellan violentamente. La obra ganó el Premio Alfaguara de Novela de este año.

¿Concebiste a Medellín como protagonista de la historia?
Aquí, más que en otras novelas, Medellin aparece de forma obligada porque se basa en hechos reales que ocurrieron allí, y esto se diferencia un poco de lo que ha ocurrido en otras novelas, en las que pude haber cambiado de escenario. A pesar de que lo he intentado, he querido hacer el ejercicio literario de transportar mis historias a otros lugares, no consigo sentirme cómodo. Necesito esa geografía, la atmósfera, el tono con el que hablan los personajes para sentir cierta comodidad. He intentado y no me he sentido tranquilo, entonces simplemente lo desecho y vuelvo a Medellín. Es algo con lo que ya no tengo más conflictos.

¿Cómo cambió el entorno después de ese secuestro que narra en la novela?
Pude contar la transición de Medellín, la que conocí en mi infancia, la que me tocó en la juventud, una ciudad que ha cambiado dramáticamente. Cuento esa Medellín idílica, paradisíaca, tranquila. Casi la mayor queja era ‘aquí no pasa nada’, lo paradójico es que unos años después pasó de todo. Este secuestro, en el año 71, no está lejos de los brotes de violencia del narcotráfico. Comenzó a verse el absurdo y la exageración con costumbres como funerales con mariachis, eso se volvió muy normal. Comenzabas a oír de ciertas personas, de ciertos grupos, eso fue un camino casi sin retorno hasta un momento que partió el hito de esa historia en dos, que fue la muerte de Pablo Escobar.

Haces un acercamiento a la política de la Europa de posguerra…
No con intención política, trató de rescatar visos políticos y sociales del personaje, que era un hombre muy conservador, retrógrado, simpatizante con las causas de la extrema derecha. Al construir un castillo en Medellín y refugiarse en él quería construir su reino tomando distancia del mundo de afuera. El personaje real, aunque no era muy sociable, dejó bibliotecas, fue mecenas de artistas. El tinte político es para dar una connotación cultural de la época, también en una Medellín que ha sido tradicionalmente muy conservadora. Y enfrentado todo esto a lo que realmente vino como a detonar el caos social. Primero, un olvido de los sectores conservadores de la sociedad de otros sectores que comenzaba a emerger producto del desplazamiento campesino. A través del personaje del Mono era como establecer ese acercamiento forzoso.

Para la creación de este personaje y los otros delincuentes, ¿cómo asimilas su mundo, su lenguaje?
Es un poco de todo, mucha investigación, esta novela es un poco de época, era muy niño cuando la viví, tuve que rescatar elementos de la época muy concretos, la música, la ropa. Por otro lado, había una historia que existió, la del secuestro, estuve casi un año buscando los expedientes, los olvidé porque no los encontré. Un poco de investigación de la Berlín de posguerra. Paralelo a eso, uno siempre está atento de lo que oye en la calle, y hablé con gente mayor para rescatar costumbres.

¿Cómo entra el amor en la historia? ¿En un principio pensaste en darle otro tono?
Eso lo tuve más claro desde el empiezo. Desde el momento que quise contar el secuestro, no quise que la relación sea de víctima y victimario tradicional, romper ese estereotipo, romper el secuestro extorsivo, ese elemento que surge es Isolda, por la obsesión del muchacho, el Mono, por conquistarla. Se le convierte en un imposible y eso alimenta su obsesión. El padre llegaba a niveles exagerados de querer sobreprotegerla, al punto a apartarla, de conseguirle una institutriz para no enviarle al colegio, creyendo que en ese castillo iba a encontrar todo. Ella encuentra otro mundo, otra indumentaria. Esa niña se convierte en el punto de unión.

Hay un personaje que es el embrión del sicario…
Eso es cierto, estuve tentado hacia el final de la historia como a marcarlo un poco más. Cuando tienes a un muchacho con una moto, ambicioso, dispuesto a cualquier cosa y con dinero, ya tienes ese avance, un anticipo de lo que va a ser el sicario. Pero no quería conectarla con la violencia que siguió luego con el narcotráfico, quería dejarla en ese punto.

La fantasía entra en la historia. ¿Cuál es tu relación con el género?

Había mitos, historias que se contaban sobre ella, más allá de eso supe que sí era sobreprotegida por su padre, que hubo una institutriz, que le daba malestar que ella saliera. Me pongo a imaginar cómo hace una niña para defenderse de esa soledad, ese aislamiento, y es crear su propio mundo. Lo otro es que no habría escrito esta novela de no haber sido padre. Me he sumergido mucho en literatura infantil con mi hija, porque leemos juntos todas las noches, desde las más clásicas, esas historias de había una vez, fábulas, castillos, princesas. Todo eso me sirvió.

¿Alguna influencia de la literatura fantástica?
Esa área de la fantasía la he procurado desarrollar más en el cine, en lo audiovisual. Para esta historia regresé a Alicia en el país de las maravillas. El cine, primero, porque lo he vuelto a ver con mi hija, y hay una en particular que es un referente para mí muy importante que es El laberinto del fauno. Cuando vi esa película me pareció maravillosa la mezcla de fantasía y violencia. Cuando comencé a escribir la novela, la volví a ver con otros ojos.

¿Cuánto de Shakespeare, a quien has mencionado como influencia, hay en esta historia?
Creo que es uno de los pocos autores que ha podido recoger la esencia de todo el comportamiento humano. En Shakespeare está la humanidad. Tiene unos textos muy bellos, ya muy íntimos, sus sonetos, en los que ya parece que se dejara ver el autor. Me sirvió porque quería que Don Diego y el Mono asumieran sus papeles tradicionales de las tragedias, que se dijeran esto fue lo que nos tocó y lo vamos a asumir hasta el final. Llegan a un punto en el que Diego le dice ‘haga lo que tenga que hacer’, casi como que está escrito.

¿Y de Onetti? Has declarado que eres admirador de su obra…
Soy muy onettiano. Me emocioné muchísimo al escuchar a su viuda hace poco en Madrid, era como recoger un poco de él en la voz de esta mujer. Igual me sucedió cuando fui a Montevideo por primera vez, lo veía en todos lados. Onetti tiene algo que para mí ha sido como una gran enseñanza: es el manejo que tiene sobre sus personajes, es despiadado con sus personajes, siempre están al borde del abismo, y si es necesario empujarlos, los empuja y que rueden. Yo he procurado llevar a los personajes al extremo, acorralarlos, creo que un personaje acorralado revela su esencia.

Tuviste una relación cercana a Gabriel García Márquez…
Leyó un par de mis libros, me buscó, quería conocerme, me invitó a Cuba a la Escuela de San Antonio de los Baños. He tenido una percepción: en las últimas generaciones hay una dificultad para acercarse a la obra de García Márquez, pero creo que son obras que uno tiene que asimilar. Cuando comencé El otoño del patriarca, no podía, hasta que pude y encuentro la literatura más pura allí.